SANTOS DEL 11 DE AGOSTO
- Santa Clara de Asís
- San Alejandro Carbonero
- San Casiano de Benevento
- San Equicio de Valeria
- San Gaugerico de Cambrai
- San Rufino de Asís
- San Taurino de Évreux
- San Tiburcio de Roma
- Santa Atracta
- Santa Filomena
- Santa Rustícola de Arlés
- Santa Susana de Roma
- Beato Juan Jorge Rhem
- Beato Mauricio Tornay
- Beato Miguel Domingo Cendra
- Beato Rafael Alonso Gutiérrez
BIOGRAFÍA
Santa Clara de Asís (en italiano: Chiara d'Assisi, nacida Chiara Scifi; Asís, Italia, 16 de julio de 1194-Asís, 11 de agosto de 1253) fue una religiosa y santa italiana. Seguidora fiel de san Francisco de Asís, con quien fundó la segunda orden franciscana o de hermanas clarisas, Clara se preciaba de llamarse «humilde planta del bienaventurado padre Francisco». Después de abandonar su antigua vida de noble, se estableció en el monasterio de San Damián el resto de sus días.
Es la única mujer que redactó una regla de vida religiosa para mujeres. En su contenido y en su estructura se aleja de las tradicionales reglas monásticas. Sus restos mortales descansan en la cripta de la basílica de Santa Clara en Asís. Fue canonizada tan solo dos años después de su fallecimiento, por el papa Alejandro IV.
Fue la hija mayor del matrimonio de Favorino di Offreduccio degli Scifi y Ortolana, la cual era descendiente de los Fiumi, una ilustre familia de Sterpeto. Ambas familias pertenecían a la más augusta aristocracia de Asís. Clara tenía cuatro hermanos, un varón, Boson, y tres mujeres, Renenda, Inés y Beatriz.
Su padre tenía el título de conde de Sasso-Rosso y su madre era una mujer de mucha virtud y piedad cristiana, y era devota de hacer largas peregrinaciones a Bari, Santiago de Compostela y Tierra Santa. Dice la tradición que antes de nacer Clara, el Señor le reveló en oración que la alumbraría de una brillante luz que habría de iluminar al mundo entero, y fue por eso por lo que la niña recibió en el bautismo el nombre de Clara, el cual encierra dos significados, «resplandeciente» y «célebre».
De niña creció en el palacio fortificado de la familia, cerca de la Puerta Vieja, y no tuvo amigos. Se dice que desde su más corta edad sobresalió en virtud pero se mortificaba duramente usando ásperos cilicios de cerdas y rezaba todos los días tantas oraciones que tenía que valerse de piedrecillas para contarlas.
Por esa fecha había vuelto de Roma, con autoridad pontificia para predicar, el joven Francisco di Pietro di Bernardone, cuya conversión tan hondamente había conmovido a la ciudad entera. Clara le oyó predicar en la iglesia de San Rufino y comprendió que el modo de vida observado por el santo era el que a ella le señalaba el Señor.
Entre los seguidores de Francisco había dos, Rufino y Silvestre, que eran parientes cercanos de Clara y le facilitaron el camino a sus deseos. Así un día acompañada de una de sus parientes, a quien la tradición atribuye el nombre de Bona di Guelfuccio, fue a ver a Francisco. Este había oído hablar de ella, por medio de Rufino y Silvestre, y desde que la vio tomó una decisión: «quitar del mundo malvado tan precioso botín para enriquecer con él a su divino Maestro». Desde entonces Francisco fue el guía espiritual de Clara.
La noche después del Domingo de Ramos de 1212, Clara huyó de su casa y se encaminó a la Porciúncula; allí la aguardaban los frailes menores con antorchas encendidas. Habiendo entrado en la capilla, se arrodilló ante la imagen del Cristo de san Damián y ratificó su renuncia al mundo «por amor hacia el santísimo y amadísimo Niño envuelto en pañales y recostado sobre el pesebre». Cambió sus deslumbrantes vestiduras por un sayal tosco, semejante al de los frailes; trocó el cinturón adornado con joyas por un nudoso cordón, y cuando Francisco cortó su rubio cabello entró a formar parte de la Orden de los Hermanos Menores.
Clara prometió obedecer a san Francisco en todo. Luego, fue trasladada al convento de las benedictinas de San Pablo.
Cuando sus familiares descubrieron su huida y paradero fueron a buscarla al convento. Tras la negativa rotunda de Clara a regresar a su casa, se trasladó a la iglesia de San Ángel de Panzo, donde residían unas mujeres piadosas, que llevaban vida de penitentes.
Seis o diez días después de la huida de Clara, otra de sus hermanas, Inés, huyó también a la iglesia de San Ángel a compartir con su hermana el mismo régimen de vida. Más tarde fue a reunírseles su otra hermana, Beatriz, y ya en san Damián, unos años más tarde, Ortolana, su madre.
Clara e Inés pronto abandonaron el beaterio de San Ángel. Así Francisco habló con los camaldulenses del monte Subasio, que antes habían donado a la nueva Orden la Porciúncula, los cuales le ofrecieron cederles la iglesia de San Damián y la casa anexa, que serían desde ese momento la casa de Clara durante 41 años hasta su muerte.
En aquel convento de San Damián, germinó y se desenvolvió la vida de oración, de trabajo, de pobreza y de alegría, virtudes del carisma franciscano. Por esa fecha el estilo de vida de Clara y sus hermanas llamó fuertemente la atención y el movimiento creció rápidamente. La condición requerida para admitir una postulante en San Damián era la misma que pedía Francisco en la Porciúncula: repartir entre los pobres todos los bienes.
El convento no podía recibir donación alguna, pero debía permanecer inquebrantable para siempre. Los medios de vida de las monjas eran el trabajo y la limosna. Mientras unas hermanas trabajaban dentro del claustro otras iban a mendigar de puerta en puerta. Clara, cuando las hermanas volvían de mendigar, las abrazaba y las besaba en los pies.
Santa Clara escribió poco después la norma de vida para las hermanas y, por medio del Santo, obtuvieron del papa Inocencio III la confirmación de esta regla en 1215, pues ese año, por orden expresa de Francisco, aceptó Clara el título de abadesa de San Damián. Hasta entonces Francisco había sido jefe y director de las dos órdenes, pero después de que el papa les aprobara la regla, las monjas debían de tener una superiora que las gobernase.
Santa Clara luchó siempre por la vocación de pobreza de su comunidad, negándose a recibir bienes que acomodasen su vida. Por eso solicitó y consiguió en 1216 que Inocencio III les otorgase el Privilegio de la Pobreza: «Habéis renunciado a toda ambición de los bienes de este mundo…
Las privaciones no os dan miedo... y os concedemos que nadie pueda forzaros a recibir bienes». Firmó este texto «cum hilarite magna» (riéndose de buena gana).